Reprimir, ignorar o maquillar los sentimientos que siente un niño le puede generar incomprensión e inseguridad. Ayudarle a reconocer, entender y gestionar sus emociones mejorará sus relaciones sociales, su autoestima e independencia
SONIA LÓPEZ IGLESIAS – Terrasa
Somos seres emocionales que razonamos y sentimos, por este motivo nos alegramos, enfadamos, reímos a carcajadas o experimentamos rabia. Gritamos cuando perdemos los nervios, nos desanimamos cuando no conseguimos aquello que nos hemos propuesto, nos preocupamos al recibir una mala noticia o lloramos al perder a un ser querido. Las emociones son respuestas cerebrales naturales que se sienten a través de las situaciones o experiencias que se viven, las personas con las que uno se relaciona o los pensamientos que tenemos. Muchas de las decisiones que se toman, sin ser conscientes de ello, están guiadas por ellas.
Todas las emociones que se experimentan en el día a día son necesarias y aportan la información adecuada para dar respuesta al entorno en el que se vive. No existen emociones buenas o malas, todas son útiles para la vida. Pero sí que algunas son más agradables que otras. Sentir gratitud, alegría o serenidad no afecta de la misma manera a nuestra conducta o estado ánimo que la envidia, la apatía o el remordimiento.
A ninguna madre o padre le gusta ver que su hijo está triste, enfadado, asustado o frustrado. Que no se sienta bien consigo mismo porque las emociones le superan o le hacen daño. Que muestre dificultades para regular correctamente lo que le sucede y en casa se muestre de mal humor o no deje de llorar o quejarse. Para las familias no es fácil acompañar estas situaciones con calma y empatía porque todas quieren ver a sus hijos alegres, ilusionados y felices. En ocasiones, el adulto, para evitar ese sufrimiento o mal rato, intenta distraer los sentimientos del menor quitándole importancia a aquello que este siente y expresa, intentándole distraer, dándole algo que desea o haciendo bromas sobre ello. Pero el comportamiento de reprimir, ignorar o maquillar la emoción produce en el niño mucha incomprensión e inseguridad y le hace sentir que no tiene derecho a sentirse así y que es mejor que disimule su estado anímico o que finja estar bien para que sus padres no se preocupen o se enfaden con él.
Un niño, desde bien pequeño, necesita desarrollar su inteligencia emocional, base para su buena salud emocional. Una capacidad que le permita reconocer, comprender y gestionar lo que siente y hace, poseer autoconciencia y autocontrol sobre ello, mostrar autonomía y habilidades sociales para establecer relaciones saludables con los demás. Un niño o adolescente que desarrolle una buena inteligencia emocional tendrá relaciones más satisfactorias, se atreverá a ponerse retos, será capaz de tomar decisiones, construir una autoestima y autonomía sólidas así como se atreverá a responder a todas las situaciones complejas a las que se enfrentará en su camino.
Únicamente validando todo aquello que siente el niño o joven, el adulto será capaz de acompañarle sin juicios ni reproches. A través de la asertividad y el acompañamiento amoroso podrá apoyarle cuando surjan esos momentos de vulnerabilidad y malestar que tanta inestabilidad pueden llegar a producir.
Acompañar emocionalmente a un niño no es malcriarle o sobreprotegerle. A través del afecto y el acompañamiento afectuoso del adulto el menor podrá transitar por todo aquello que siente con libertad, templanza e interés por comprender qué le sucede. Si un niño está agobiado, frustrado o decepcionado lo que menos necesita de sus padres es que le coarten, ridiculicen o no le presten la atención que necesita.
Tres claves para ayudar a un niño a hacer una buena gestión de sus emociones
- El adulto debe ser muy consciente de cómo reconoce y gestiona sus propias emociones y les da respuesta. Si no es capaz de manejarlas correctamente, o de modular su intensidad emocional, será muy difícil que pueda convertirse en un buen modelo de gestión emocional para su hijo. La falta de autocontrol le llevará a no empatizar, a educar desde la impaciencia y a no respetar las emociones de los demás.
- Animar a que el niño conecte y explore sus emociones ayudándole a identificarlas en su propio cuerpo (por ejemplo, estómago, pecho, mandíbula, frente o puños). Deberá aprender a ponerles nombre y desarrollar estrategias para poder darles respuesta de una manera adecuada. Si el menor conoce bien sus emociones y realiza una lectura correcta de ellas aprenderá también que no siempre podrá elegir las que experimenta, pero sí podrá influir en cómo gestionarlas.
- Cuando un niño sufre una explosión emocional, el adulto no debe negar, parar, minimizar o contagiarse de su enfado, miedo o decepción. Tendrá que acompañar las emociones desde la conexión emocional, dejar que el niño exprese con libertad cómo se siente, ayudarle a canalizarlas correctamente y animarle a buscar posibles soluciones a la situación.
Detrás de cada estallido emocional de un niño existe una gran dificultad para entender y afrontar lo que le sucede. No actúa así porque quiera desafiar al adulto, llamar su atención o salirse con la suya. Pide que le ayuden a detectar las emociones, a conectar con ellas, a encontrar su origen y dar respuesta a todo aquello que siente y que tanto malestar o incertidumbre le produce con dulzura, paciencia y amor. El niño necesita que se le ayude a poner palabras a lo que siente, que abracemos su caos de sentimientos y le trasmitamos seguridad. Como dice la escritora y divulgadora Elsa Punset: “La educación emocionalmente inteligente enseña al niño a tolerar la frustración y a comprender y aceptar que los demás también tienen necesidades y derechos”.
Fuente: https://elpais.com/