Sustituir la gestión de una pataleta, algo habitual entre los uno y los tres años, por un teléfono hace que este no aprenda a dirigir sus emociones de forma correcta. Es mejor dejar pasar el momento de ira y acompañarles cuando llegue el de la tristeza
ANA CAMARERO
Madrid
Aferrado al carro del supermercado, entre el lineal de las pastas y de las legumbres, tiran de él con fuerza en un intento por dirigirlo hacia la puerta de salida. Sus padres procuran convencerle de que pronto terminarán de hacer la compra. Palabras que le resultan vacías y que no consiguen otra cosa que enrocarle más en su actitud. Tras un tira y afloja, sin ningún avance, el pequeño, de cuatro años, los somete a una prueba más y se lanza al suelo mientras grita desconsoladamente. Una situación incómoda para los adultos, que zanjan colocando el móvil de uno de ellos en sus manos. Es un ejemplo, pero sin duda cotidiano para muchas familias.
Las rabietas a edades tempranas suelen aparecer entre los uno y tres años y forman parte del proceso madurativo. Unos estallidos, en ocasiones, intensos y abruptos, que se originan por la resistencia de los menores a las demandas de los padres, la frustración con los acontecimientos externos o el sentimiento de estar agotados o hambrientos. “Suelen ocurrir cuando los niñostodavía están adquiriendo las habilidades de lenguaje para describir sus emociones y deseos y deben disminuir significativamente, junto con el comportamiento físicamente agresivo, alrededor de los cuatro a cinco años, cuando aumentan su vocabulario emocional, sus habilidades de autorregulación y su conocimiento de las manifestaciones socialmente aceptadas de la emoción”, afirma la doctora Aránzazu Ortiz Villalobos, psiquiatra de Infancia y Adolescencia del Hospital Universitario La Paz. Para esta experta, si bien conductas como morder, golpear o las rabietas pueden ser embarazosas para los padres —especialmente cuando ocurren en un ambiente público como la calle o un supermercado— “es normal, dentro de los límites razonables”, subraya.
Para combatir estos enfados incontrolados, muchos padres y madres suelen entregar a sus hijos sus smartphones, una acción que, para los expertos, se vincula con la dejación de sus labores de control, de establecimiento de normas y límites, y de regulación de las propias emociones y comportamientos del niño. “El móvil no puede sustituir estas funciones parentales, no puede ser un medio para evitar y aplazar dichas tareas”, sostiene la doctora Silvia Gutiérrez Priego, psiquiatra de Infancia y Adolescencia del Hospital Infantil Universitario Niño Jesús y coordinadora de la Unidad de Primera Infancia del servicio de Psiquiatría y Psicología clínica. Para Gutiérrez debe ser un elemento más, que esté al servicio de la educación y, si acaso, a modo de premio: “Claro está, estableciendo tiempos y lugares claros de uso, no haciendo una utilización indiscriminada y a demanda del menor”.
Hoy en día, el teléfono inteligente es una ventana infinita a un mundo de contenidos ilimitados, de acceso rápido y muy personalizado. “Cada niño con la yema de su dedo puede elegir lo que quiere, cuándo y cómo. La entrega por parte de los progenitores de este tipo de herramientas para contener las rabietas puede tener también consecuencias en las emociones”, afirma Abel Domínguez, psicólogo infantil. Domínguez explica que el teléfono resulta un aturdidor: si el niño no come, se le da el móvil; si se aburre y se altera en la sala de espera de cualquier consulta, ahí está de nuevo el móvil. “Al final ese dispositivo hace la función de calmante, pero no ayuda a redirigir la rabieta”, incide. En su opinión, los menores solo aprenden a gestionar la ira o la frustración cuando experimentan estas emociones: “Si en el momento en que el niño sufre una pataleta le cambian el foco atencional con el teléfono, estamos interfiriendo en el correcto aprendizaje de la gestión emocional”.
Se suelen reconocer dos fases en la rabieta: la primera, la de la ira, y la segunda, la de la tristeza. “Durante la primera fase lo mejor es no hacer nada. Cualquier cosa que hagan los padres incrementará la intensidad y duración de la ira. En esos momentos les resulta muy difícil procesar cualquier información”, mantiene Ortiz Villalobos. Según la experta, lo conveniente es dejar que la fase de ira pase, vigilando que no se lastimen y no nos lastimen. “Y cuando llegue la fase de tristeza les consolaremos y calmaremos”, agrega Villalobos.
Para que el niño se tranquilice y acepte la situación que le produce la pataleta, los progenitores deben actuar con serenidad y firmeza, manteniendo su postura sin retroceder porque, si modifican su posición, el menor aprenderá que consigue cambiar sus decisiones y esos enfados se harán más frecuentes. Para Gutiérrez, no hay que tener miedo a las rabietas y hay que ser capaz de soportarlas sin angustiarse y sin pensar que el pequeño está sufriendo de una manera desproporcionada. “No hay que olvidar que los límites ayudan a crecer, proporcionan seguridad y ayudan a fomentar la tolerancia a la frustración. Sin embargo, la ausencia prolongada de estos en el tiempo genera insatisfacción, frustración, egoísmo y, a largo plazo, infelicidad. Y, por supuesto, sin utilizar el móvil como herramienta”.
Fuente: https://elpais.com/