Mi hijo

Mi hijo no estudia en un gueto

Melisa Tuya

Mi hijo no estudia en un gueto. Mi hijo, que tiene autismo, que es incapaz de hablar, de leer, de lavarse los dientes o vestirse al derecho, acude feliz desde hace más de una década a un colegio de educación especial. En ese colegio se esfuerza por entender un mundo extremadamente hostil para él, le ayudan a ganar autonomía, a regularse emocionalmente, a expresarse mejor. Allí cuida el huerto, limpia coches, cocina. Y constantemente salen del centro y visitan cafeterías, tiendas o parques del entorno. 

Mi hijo tiene 19 años. Ya en tercero de Infantil vimos que no podía pasar a Primaria, que no tenía sentido, que en su colegio ordinario no tenían medios por mucho que fuera a un aula TGD, que estaría mejor en un centro especial. Pude elegir un nuevo camino para él y con el tiempo comprendí hasta qué punto habría sido un error permanecer en la vía ordinaria. 

Al mismo tiempo que Patxi López calificaba de guetos a los centros de educación especial, Fundación ONCE presentaba un estudio basado en una encuesta a medio millar de jóvenes con distintos tipos de discapacidad. Personas mucho más capaces que mi hijo, que de entrada no podría comprender y contestar esas preguntas. Solo el 60% de ellos afirma haber tenido amigos en clase, el 21% asegura haber sufrido insultos y golpes, más del 35% siempre estaba solo en el recreo, casi la mitad no sintió que el profesorado se interesara por ellos ni preguntara si faltaban a clase.  

A los centros ordinarios, públicos y privados y con muy pocas excepciones, les queda mucho por hacer para poder acoger a los estudiantes con discapacidad más aptos: aquellos que no tienen una discapacidad intelectual acusada, pluridiscapacidad o graves problemas para relacionarse, por ejemplo. Incluso con los más preparados para estudiar fallan las adaptaciones, la accesibilidad, los recursos o los controles contra del acoso escolar.

Es algo a subsanar, por supuesto. Si yo hubiera tenido un hijo sordo, con ceguera, en silla de ruedas pero con el intelecto intacto, o con una discapacidad intelectual menos acusada, hubiera querido que estudiase con su hermana, que pudiera formarse tanto como hubiera deseado o resultase posible. Hay mucho que pelear por ese lado, pero no contra la educación especial, que resulta el salvavidas de miles de familias para las que es la mejor opción y tienen que tener derecho a poder elegirla. 

La educación especial no es una colección de chiringuitos privados con ánimo de lucro. La mayoría son centros públicos. Entre el resto de concertados y privados destacan los vinculados a fundaciones, muchas veces nacidas de la desesperación de las familias, que ofrecen con frecuencia servicios de ocio y respiro familiar, centros de días, centros ocupacionales o especiales de empleo. Que también investigan o contribuyen a la investigación científica. 

La educación especial no es perfecta. Nada lo es en este mundo, todo es susceptible de mejora. Pero es una realidad que es una opción cada vez más solicitada por las familias, y es obligado escuchar las demandas de la sociedad.  El alumnado en centros de educación especial ha crecido un 20% en cinco años, a pesar del plan sostenido por la LOMLOE para reorientarlos a centros ordinarios. Me consta la enormidad de la lista de espera existente para una plaza en el colegio al que acude mi hijo, de familias que saben y sienten que sus hijos necesitan otras ratios, otros métodos, otros profesionales. 

A la inclusión se puede llegar por diferentes senderos, todos válidos. Pavimentar uno no debería significar la destrucción del otro. 

Fuente: https://www.20minutos.es/

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